Tengo en el cuarto de baño una baldosa que se mueve ligeramente cuando la pisas. Al principio ni lo notas, pero con los días, comienza a convertirse en algo bastante enervante. La sola idea de buscar un manitas en Agosto, en Madrid, me aterra.
Con mi inconsciencia habitual, me leo un par de briconsejos de Leroy Merlin, me doy una vuelta por la tienda, y, pertrechada con lo que yo creía suficiente material para mi transformación digital, me dispongo a reparar la baldosa con estas manitas y mis abalorios. Bueno, las baldosas. Porque en realidad, la vecina de la causante del conflicto tiene una esquina rota desde hace años. Y poyaque estamos, la arreglo también ¿no?
Vale, vamos allá. Cojo la ventosa de desatascar. La primera baldosa, la rota, sale dócilmente. No ha hecho falta ni rascar las juntas. Pero lo divertido empieza cuando veo lo que hay debajo. Arena. Kilos de arena. ¿Porqué hay arena en mi baño? De hecho, no sé si tirarla o avisar al Museo Arqueológico del Curso Medio del Río Guadarrama, a ver si procede de algún yacimiento romano. Quito la segunda. Miro las dos baldosas, tienen cemento viejo pegado junto con restos de arena. Ahora es totalmente imposible volver a ponerlas, claro. En el briconsejo no decían nada de encontrarse con el Sahara bajo las baldosas. Me pregunto si hay algo vivo ahí abajo. Menos mal que tengo baldosas de repuesto en el sótano, de allá cuando en el año 2000 hicieron la maldita obra. Trato de retirar la arena con la escoba. No voy a cargarme la aspiradora con este asunto. Pero entonces veo una tercera baldosa que también se mueve. La que has liao pollito. Claro, he retirado el yacimiento de Atapuerca y todo el ecosistema baldosil se me está viniendo abajo como si hubieran sufrido un terremoto de 7,5. Comienzo a entrar en pánico. Trato de ignorar la tercera baldosa mientras agarro el saquito de cemento cola (se van a enterar éstas) y comienzo a hacer la mezcla. Miro el cacharro que he adquirido para la mezcla. Creo que mejor lo destino a manicura y agarro el cubo de hacer los baños. From lost to the river. Ajá. Entran los 2 kilos de cemento cola y la cantidad de agua recomendada. Aquello, ni los barros del mar muerto. No consigo la mezcla «homogénea». Las lentejas con arroz son más homogéneas que ésto. Echo más agua y remuevo con una cuchara de madera. Buf. Pinta mal. Esto no lo mezcla ni Hulk. Me calzo los guantes de fregar. Ale, con alegría. Esto parece una masa de pizza, pero a base de amasado, va cogiendo forma. Más agua. Cuando considero que ya tengo una cantidad razonablemente espesa, me vuelvo a la cantera en la que se ha convertido el suelo de mi baño. Comienzo a echar a puñados el cemento cola en los huecos, completamente segura de que no voy a tener suficiente, y agarro la llana, a ver si consigo nivelar aquello. El maldito cemento se pega a la llana, a nuevas apariciones de arena, y a trozos de cemento antiguo que han sobrevivido a la escoba pero que saltan en pedazos y se mezclan con el nuevo. Santo Dios. Qué fiesta. Coloco la primera baldosa. Vale, parece que no se menea cuando la piso. Me he comprado un mazo de goma para encajarla que ahora me parece totalmente innecesario. Pongo la segunda. Mal. Se mueve. No con ese ruido enervante de cloc-cloc, pero ahora suena como si estuvieras pisando almendras. Es evidente que me he quedado cortísima de cemento. Habrá que esperar a ver cómo suena esta noche. Craaaaaak. Lo peor es la puerta. Chirría, se ha colado arena debajo y voy a tener que desmontarla de las bisagras para lijarla. No sé si llamar al seguro a que me envíen a un manitas o a Portland Valderrivas a que me traigan una hormigonera para acabar con esto, que con 2 kilos no tengo ni para empezar.
Creo que voy a tener que ir a Leroy Merlin, a que los dependientes se echen unas buenas risas a mi costa.